Relato: «Pookie»

Esta es la primera vez que publico un cuento en este blog. No soy escritor profesional, ni pretendo serlo, pero de vez en cuando disfruto escribiendo creando nuevos mundos. ¡Espero que os guste!

POOKIE

 

El cielo caía desde un púrpura oscuro a un brillante naranja. Las nubes, traslúcidas y del color del caramelo líquido, no proyectaban sombras sobre el trigal.

—¡Pookie!

Solo había un único movimiento titubeante, de un color dorado que se confundía con el de las espigas, que iba en una dirección y luego volvía sin un rumbo claro. Unos pequeños zapatos azules surgieron de entre la frondosidad. Unas manos temblorosas, llevadas al pecho, rozaban la delicada camisa de algodón.

—¡Pookie! —gritó la niña—. ¿Dónde estás?

Los brillantes bucles de su cabello rebotaban y temblaban como muelles cada vez que sacudía la cabeza en una dirección. Desde el claro del camino, sus ojos claros escudriñaban las hebras de trigo.

Una mancha gris saltó por encima del campo y aterrizó, con sus cuatro patas al unísono y total precisión, unos metros más arriba de la colina. El gato no movía ninguna de las placas de acero inoxidable que lo formaban. Sus pupilas luminosas verde limón, como luciérnagas siamesas, observaban impasibles a la cría más abajo.

—Oh, ahí estás —dijo aliviada—. Pookie, vamos. ¡Tenemos que volver a casa!

El autómata hizo caso omiso a la niña, sus iris titilaron en cian eléctrico un instante, volteó su cabeza hacia lo alto de la colina y se convirtió en un borrón.

—¡No, Pookie! —exclamó—¡Vuelve aquí!

La menor corrió y subió el cerro. La hierba era mucho más baja a medida que ganaba altura; solo unas pocas matas crecían en la cúspide de la elevación. En lo más alto se detuvo: Divisó a la criatura de metal que, sentado sobre sus patas traseras y posando como un gato egipcio, había estado captando sus movimientos de ascenso sin mover una sola articulación. Se miraban el uno al otro, separados por la línea de un acantilado que partía la pequeña montaña en dos.

—¡Oh, Pookie! ¿Cómo has saltado ahí? —sollozó. La infante se acercó asomándose a la grieta. Dio un paso atrás y volvió a mirar al robot. — ¿Voy a tener que ir a buscarte?  — Los ojos del felino se volvieron azules por un momento.

La niña miró al gato y, por unos segundos, permaneció así. Retrocedió unos pasos, sin romper el contacto visual, primero lentamente y luego con decisión. Sus zapatos estaban al borde de la curva de descenso de la colina, respiró hondo una vez, dos veces, tres. Extendió los brazos. Empezó a correr.

En el mosaico de espejo de la cara del robot se reflejaba como la pequeña aceleraba torpemente con sus menudas piernas en su busca. Él permanecía inmóvil.

El cuerpo de la niña, pequeño pero decidido, ganaba velocidad, con los brazos abiertos y la respiración desbocada, acercándose al límite donde terminaba la hierba. Un impulso, con las manos a la delantera. Saltó.

El animal de acero se activó: Se irguió instantáneamente. Sus ópticas relampagueaban en un alarmante verde intenso. Se desplazó tan rápido hasta el borde del abismo que a ojos de un humano se había teletransportado. Su interior procesó toda la escena, desde lo global hasta el detalle, a una velocidad imposible. El tiempo se había congelado mientras todas las ramificaciones de cálculos se unían para alcanzar la conclusión que diera paso a la siguiente orden. Sus patas de espejo se arquearon preparándose para dar el salto. Las probabilidades eran cada vez más altas. Iba a ocurrir.

Entonces se detuvo. Su mirada cambió el verde por el rojo. La actividad de su interior se tornó silencio. En el reflejo de sus placas de metal se dibujaba una silueta demostrando que para vencer a la gravedad se necesita algo más que una inocente decisión.

Un sonido sordo en la profundidad.

 

Durante unos minutos, nada ocurrió. La escena permaneció estática. El felino de metal permaneció en la misma pose, arqueado, observando a un fantasma con sus fijos ojos carmesí.

Un destello celeste cruzó su mirada. Primero una vez, luego repetidas veces con un patrón rápido y rítmico. El autómata se incorporó, recuperando una pose natural, esta vez con calma. Volteó su cabeza de espejo, haciendo cálculos sobre el terreno. Escaneó la grieta. Bajó por la garganta, de piedra en piedra, con una determinación exacta.

 

Decenas de metros más abajo, el precipicio daba lugar a un largo pasillo de roca donde la luz se filtraba. El robot de ojos azules llegó al punto más bajo. Una vez allí se sentó y permaneció en esa posición, con su mirada fija al otro lado de la pared de piedra, sin inmutarse ante el cuerpo menudo que yacía boca abajo unos metros más allá.

Dos sombras se alargaron por el suelo hasta tocar a la criatura metálica. A estas las acompañaban acercándose un par de siluetas a contraluz.

—¡Joder! —espetó el técnico, cerrando molesto su bata gris. Resopló. Su compañero, que vestía un mono negro, se acercó al robot. Tomó a la máquina con ambas manos y examinó su cara facetada.

—¿Y qué habrá pasado ahora? — observó las pupilas azul eléctrico del robot cuadrúpedo— Pues la conexión remota funciona bien. Entonces, ¿algo del código?

—Mira, estoy cansado —su expresión era una mueca de fastidio y asco—. De verdad, he revisado todo ya no sé cuántas veces. Ya no sé qué pensar…

—Al menos, en esta ocasión ha sido un avance. Ha hecho el intento.

—Ya, pero eso no vale. Debería haber saltado. —malhumorado, caminó hacia la figura entre las rocas. Notó un escalofrío— Oh no… santo cielo…

El que aún estaba con el animal de acero entre sus brazos alzó la vista y pasó a observar a su compañero. — Voy. No toques nada.

El técnico del mono negro se acercó y bajó a ponerse de cuclillas junto al cuerpo de la chiquilla. Apretó los labios. Deslizó su mano por debajo de la fina camisa de algodón, algo sucia y llena de tierra. A tientas, buscó bajo el tejido y empujó una vértebra. Repitió el movimiento mientras se deslizaba a un lado para observar el rostro de la niña: Su expresión estaba desencajada, con la boca abierta y la mirada en shock. Sus pupilas se iluminaban, parpadeando erráticamente con una luz ámbar. Se volvió a su compañero que observaba nervioso.

 —Se puede reparar. Al menos esta, sí —el hombre de la bata suspiró y cerró los ojos, visiblemente aliviado—. Puedo hacerlo yo mismo.

Alzó al androide con las dos manos y se lo colocó en el hombro, con la cabeza boca abajo, apoyada en su espalda.

—Oh, gracias. Menos mal… De verdad, no sabes el peso que me quitas de encima. ¡Con lo que valen estos bichos! — Más relajado, el técnico de la bata tomó entonces entre sus brazos al gato de metal que su compañero había dejado aparte. Los dos hombres, cada uno con su carga, caminaron hacia la luz fuera del pasillo de piedra.

— Deberías haber saltado. Deberías haberla empujado y evitar… todo esto — el hombre de bata gris miraba a los ojos relucientes del felino, como si pudiera entenderle— En fin, mañana probaremos de nuevo.

—Acabarás encontrando el error—el hombre de mono negro animó a su amigo—, o lo que sea que haya pasado. Y cuando eso ocurra habrá mininos guardianes en cada casa y más trabajo para nosotros.

Los dos hombres continuaron avanzando hacia el exterior. La luz, ahora más intensa, dejaba ver el logotipo bordado que llevaban a la espalda:

SAFECHILD ROBOTICS CORP.

 

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